Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magister en Educación Superior. Dramaturgo Como bien sabemos la Plaza de Armas en Latinoamérica nace a finales del siglo... La Cultura de la fealdad y la Plaza Prat

Iván-Vera-Pinto-Soto-dramaturgo-ok-comenIván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magister en Educación Superior. Dramaturgo

Como bien sabemos la Plaza de Armas en Latinoamérica nace a finales del siglo de XVI, como consecuencia de la imposición urbanística que ejercen los españoles en las ciudades conquistadas o refundadas. A partir de ese momento ellas se convierten en el punto neurálgico o en el corazón de toda urbe. Desde allí se distribuyen las arterias principales y se ubican los monumentales edificios de la época, tales como las catedrales, los ayuntamientos y las principales oficinas públicas.

Hoy por hoy, la Plaza de Armas es, casi en todo territorio, el lugar de mayor connotación social y de relevancia arquitectónica que caracteriza a la localidad. Cada pueblo le da a este espacio su propia connotación que la distingue de otros centros. Citemos sólo dos ejemplos internacionales: En el Cusco, la Plaza de Armas, como ninguna otra zona del Perú y quizás de América, es un deponente predilecto, de los más importantes acontecimientos históricos del mundo andino. La vieja Huacaypata -así era denominada por los Incas- será siempre considerada el «ombligo» del Tawantinsuyo, ese impresionante imperio gobernado por los hijos elegidos del Sol.

En ciudad de México es conocida como la Plaza de la Constitución, aunque la gente la ubica informalmente como “el zócalo”. Una inmensa área que sólo es superada por la Plaza Tiananmen de Beijing, la Macroplaza de Monterrey y la Plaza Roja de Moscú. Allí se concentra toda la identidad mexicana, debido que los conquistadores la escogieron porque anteriormente era el centro político y religioso de Tenochtitlan, capital del imperio azteca.

En ambos casos son sitios como mucha tradición, que durante años han conservado la raigambre de sus culturas milenarias y se han convertido en cómplices de las conversaciones de remotas estirpes y del diálogo ciudadano en general.

Pero no vayamos tan lejos y revisemos qué pasa en nuestra ciudad. En mi opinión, sin ser arquitecto, creo que vivimos en un verdadero naufragio urbanístico, con barrios muy deteriorados que colindan con edificios modernos de mal gusto. Sin duda, Iquique podría considerarse la ciudad más ecléctica del país; donde conviven joyas arquitectónicas del tiempo del auge de la industria salitrera al lado de deslucidos malls y palmas cocoteras, al mejor estilo caribeño.

Si nos remitimos a la Plaza Prat, vemos que concentra varios edificios que son el orgullo de los antiguos iquiqueños: el Teatro Municipal, la Liga Protectora de Empleados, el Casino Español, el Club Croata y la emblemática torre del reloj. No obstante, últimamente, el hormigón armado se ha apoderado de las áreas verdes y de las piletas tradicionales, estampándole una personalidad híbrida y extraña a este antiguo epicentro. Obviamente, todas estas obras se han realizado sin el concurso de los vecinos o los  miles de usuarios que hacen uso diario de estas instalaciones, lo que tensiona la relación de los ciudadanos con el enfoque estético que proyectan las autoridades comunales.

Sumemos a ello, la invasión creciente de comerciantes ambulantes, los vendedores de reliquias de la pampa (únicos personajes que dan algo de “vida cultural” al sector), la suciedad que se apodera de todos sus rincones y la ausencia de programas culturales organizados, permanentes y abiertos para todos los vecinos y turistas. Todo ello la convierte en un punto poco atractivo para el esparcimiento y el desarrollo cultural de una localidad que pretende convertirse en un polo turístico.

Su estampa actual es penosa, pues con la anuencia de las autoridades se instalan eventos “populacheros” donde se consume alimentos y licores. En las veredas reinan las parrillas para hacer anticuchos y mesas para digerir platos típicos, con todas las consecuencias negativas que llevo conlleva (desaseo y falta de higiene). Sin exagerar, podríamos decir que nuestra Plaza de Armas es el centro de la suciedad y de la desocupación laboral disfrazada. Pero, lamentablemente, nadie levanta la voz contra la imposición de la “cultura de la fealdad” institucionalizada y la mayoría quedamos sumergidos en las aguas de la pasividad social.

Es evidente que en ninguna plaza mayor de nuestro país presenciamos esta imagen calamitosa que tiene la nuestra. No es que esté en contra de los eventos culturales públicos, los cuales deben en lo posible extenderse a todos los lugares donde el hombre vive y trabaja; por el contrario, hay que privilegiar a aquellos que son un valioso aporte cultural, que no dañan el patrimonio cultural y que estéticamente armonice con el entorno patrimonial. No es posible caminar y vivir entre excretas de pájaros, adoquines quebrados, aromas de frituras y carpas pordioseras. Hay que entender que la Plaza de Armas es la carta de presentación de una ciudad digna y ella refleja la impronta de la urbe y el nivel de desarrollo cultural de sus ciudadanos. Quien mantiene la suciedad, la “picantería” y la pobreza en ese espacio es porque no tiene afectos por su ciudad y menos por sus habitantes. Quienes acostumbran a viajar la ciudad de Tacna me darán razón, como los vecinos peruanos hermosean y cuidan sus paseos públicos. Un ejemplo digno de imitar.

 No es una exageración afirmar que si la Plaza de Armas la consideramos como el eje que pulsa la cultura de una urbe; la nuestra está lejos de convocar a la mayoría de los residentes y de constituirse en el circuito de encuentro social y en el escenario de las asambleas ciudadanas, condición que tuvo en otro período de nuestra historia local.

En mi opinión, nuestro noble y rememorado paseo debería constituirse en el epicentro de la cultura urbana. Desde allí podría articularse un enclave estratégico que comprenderían: el Teatro Municipal, el Palacio Astoreca, la Sala Veteranos del 79 y el Consejo de la Cultura y las Artes. La Plaza Prat debe ser nuevamente el centro de la vida comunitaria, el lugar de encuentro, de discusión, de la multiculturalidad, de la información, de la tolerancia, del juego, de la mutua ayuda y de la cultura.

 Esta explanada debe estar abierta a cualquier iniciativa que esté orientada en esa dirección. En este contexto, no basta que el lugar se modernice sino que tenga vida cultural de altura estética. Es indispensable aprovechar la calle Baquedano para múltiples funciones: galerías de arte, talleres artísticos, museo al aire libre, instalaciones de esculturas, bulevares, centros artesanales regionales, escenarios de teatro infantil, pantalla de cine, librerías, auditorios musicales, etc.

Al respecto, un antiguo iquiqueño, me planteaba la necesidad de revivir la nostálgica retreta que se ofrecía en antaño desde la glorieta. En ese caso podría ser con la participación de la Orquesta Regional, de la Escuela de Artes de la UNAP, y de todos los colegios. Proyecto que es perfectamente realizable y que los iquiqueños – estoy seguro – agradecerían sinceramente. Puedo aseverar  que quienes transiten por  una plaza, que tenga este perfil cultural, guardarán en las retinas y en sus corazones lo más valioso que tiene la ciudad: su cultura. Por lo demás, está comprobado, en otras experiencias de gestión urbana, que esta práctica puede favorecer la integración social y cultural de la comunidad.

 En resumen, personalmente respaldo la creación un gran centro público – en este caso representado por la plaza mayor y su área de influencia –  que permita a los ciudadanos disfrutar de un entorno entretenido; y, esencialmente, que incorporen los valores de nuestra cultura local y nacional. Por favor, respetemos y recuperemos nuestro patrimonio cultural y paremos, de una vez por toda, el dominio de la “cultura de la fealdad” y la “pellejería”.

 

Los comentarios están cerrados.