Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto/Antropólogo,  Magíster en Educación Superior y Dramaturgo A los ochenta años Norberto Espinoza vivía postrado en una silla de ruedas, con el... Serie de teatro y cuentos de la memoria: Elías y su muerte

Iván-Vera-Pinto-Soto-dramaturgo-ok-comenIván Vera-Pinto Soto/Antropólogo,  Magíster en Educación Superior y Dramaturgo

A los ochenta años Norberto Espinoza vivía postrado en una silla de ruedas, con el brazo y la pierna izquierda paralizada, el rostro cubierto de penetrantes surcos, el cabello exiguo y cano, el cuerpo cadavérico que en un soplo de viento parecía que podía romperse y los labios inertes que dejaban al descubierto algunos vacíos por una dentición estropeada. Su aspecto precario y mortecino no delataba sus constantes pesadillas y su espíritu perverso que en verdad era.

Antes de salir, Isabel, su única hija, dedicada en cuerpo y alma a su cuidado, le besó cariñosamente en la frente y le advirtió que no demoraría más de una hora en ir a la farmacia para comprar la medicina que le habían recetado. Él, en un gesto de resignación, movió sus párpados levemente y quedó en su mudez mirando la pared de ladrillos carcomidos.

Sus pequeños y debilitados ojos aún eran capaces de distinguir su retrato de soldado que estaba colgado en el muro, al costado de algunos adornos de porcelana y vidrio que reposaban en un mueble antiguo y mal cuidado. La fotografía retocada traslucía el gesto ceñudo y arrogante que lo había identificado en antaño. Al reconocerse, un minúsculo gesto de satisfacción se dibujó en algún rincón de su semblante, el que rápidamente se mutó en una mueca indefinida.

Aunque con tardanza, algunas evocaciones divagaban en su conciencia borrosa, revelando fragmentos de escenas intrincadas que albergaban sus deseos, sueños, errores y horrores vividos.

Al echar una mirada atenta al retrato su mente se reavivó, retrotrayéndose a la época juvenil. De manera dispersa, recapituló las acciones violentas y los pensamientos abstrusos que experimentó en la guerra y el día que tuvo reprimir a los trabajadores amotinados en la Escuela Santa María. Entre tantas otras escenas, reaparecieron en su memoria los reconocimientos que tuvo de sus oficiales por ser temerario y feroz contra el enemigo. Finalmente, evocó la ocasión cuando fue increpado por sus camaradas por la saña que había exhibido contra los civiles enemigos, en especial con las mujeres.

De improviso, cerca, pero fuera de su habitación, escuchó unos gritos desgarradores que se confundían con algo semejante a galopes y relinchos de caballos encabritados. Posteriormente sobrevino un crujido fuerte y extraño que surgió de alguna parte. Algo raro pasaba.  Un sobresalto asomo en su interior. No quería sentir miedo, por lo demás nunca lo había sentido, incluso en los momentos más difíciles de su existencia. Desde muy joven había sido formado, como se instruye a un militar, dividiendo en dos clases a todos los hombres: los que tienen coraje y los que son cobardes. Se le enseñó con una autoridad estricta a ser valiente y a enfrentar cualquier vicisitud como si fuese una batalla. Ese pensamiento lo tenía muy arraigado y era consecuente con el mismo.

Las voces parecían que se amplificaban, eran demasiadas perceptibles, hasta en su debilidad física. Al rato, los incansables alaridos se tornaron en ondas sonoras que no parecían naturales, como si algo vivo, una energía, se filtrara por algún recoveco del suelo y del techo, a corta distancia de él. Bajó su vista; esperó en acecho. Más tarde, tuvo la impresión que algo lo observaba; alzó sus ojos y ahí la vio: era el rostro de una mujer. Al principio no sabía de quién se trataba. Hizo un esfuerzo visual para reconocerla; recién se percató que tenía el pelo largo y negro que llegaba hasta los hombros; su cutis era pálido; tenía unos grandes ojos amorosos y lánguidos y una sonrisa atrayente. Ese semblante le parecía conocido. Claro que sí. Era idéntica a una joven que había conocido hace muchísimo tiempo atrás. Se llamaba Azucena. Era una campesina lozana y fresca que en otrora deseó deshonestamente.

La aparición comenzó a revelarse en su totalidad, hasta descubrir sus piernas y sus pies, moldeados hermosamente por la naturaleza. Fue el momento preciso para dejar que los pensamientos erraran en asociaciones libres.  De sopetón, sintió un ahogo indecible, una apoplejía nasal y pulmonar, unos aletazos desesperados por respirar y arrancarse ese ensueño que lo perturbaba. Intuyó que, tal vez, era un ataque hemipléjico que estaba sufriendo. ¡Qué diablos! Estaba solo y nadie lo podía ayudar.  Después, ingresó a un estado de sopor delirante. Se figuró que le tomaba la mano y la besaba, pero ella no reaccionaba; que le acariciaba el rostro; sin embargo, la mujer seguía impasible; que le daba un beso en sus labios, sin recibir ninguna respuesta.

En todos esos años el enfermizo capricho por ella lo había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole su mente. Esa tarde el cielo se puso amenazante, nubes cargadas de agua, muy oscuras e infectadas de energías malignas se pasaron sobre la aldea. Él estaba borracho cuando la divisó en el camino. Entonces, se acercó con rapidez para acecharla. Con su razón ebria pensó que esa era la mejor ocasión para hacerla su mujer a la fuerza, pues de otra manera no se sentía capaz de conquistarla. Azucena al darse cuenta de sus intenciones, apuró sus pasos para salir pronto del descampado.

la grietaEl hombre la siguió profiriendo expresiones morbosas acerca de su figura seductora. La mujer al oír su voz cerca, aceleró su caminata. Norberto insistió en sus provocaciones y le tomó con fuerza la muñeca. De inmediato le dio un tirón hacia él. – ¿Lo ves, preciosa? Así apretaditos es mucho mejor. – Le habló aproximando su boca a la de ella. – ¡Suéltame! – Fue lo último que alcanzó a gritar la joven desesperada. Ahí mismo, con violencia la tumbó en los matorrales. Si bien Azucena se resistió, un terrible golpe de puño la dejó semi inconsciente. De manera rápida, él puso una de sus manos en su pecho, mientras con la otra buscaba debajo de su vestido, hasta que llegó a su calzón y se lo arrancó de un tirón. – Déjame ir – Desfalleciente balbuceó la víctima. De súbito, como un perro en celos arremetió con fiereza hasta desgarrar la virginidad de la desafortunada. La lluvia no se hizo esperar, fuertes aguaceros azotaron el cuerpo desfalleciente de la muchacha.

Cuando llegó la noticia de la desgracia a oídos de los pobladores, todos condenaron tajantemente la violación sufrida por la joven. Por cierto, nadie podía dar crédito que ese muchacho criado en una humilde familia campesina hubiese sido capaz de cometer tal bestialidad. Sin más remedio, Azucena se autoexilió en su casa para que nadie la viera. Sentía mucha vergüenza.

No era para menos, su honra había sido mancillada y el estigma social se apoderó de ella. Del infeliz nunca se supo nada; se hizo humo, nadie sabía de su paradero, hasta que llegó la guerra. Un día alguien contó que lo había visto en el puerto mayor, vestido de soldado, embarcándose en un velero de la armada con rumbo hacia el norte del país. Esa fue la última noticia que se supo de Norberto.

Mientras Norberto imaginaba un acercamiento con ella, un segundo estruendo remeció el ambiente. Parecía que una pared se rasgaba de cuajo, al tiempo que la imagen de la mujer se desvanecía. Simultáneamente, el sonido de las frecuencias profundas también se detuvo abruptamente. La sensación fuerte de ahogo, bajó de intensidad en el pecho del anciano. Silencio tenso. Repentinamente, algo lo asombró. Sus ojos evidenciaron una señal inusual. Había una grieta grande, entre el cielo raso y el muro frontal. Pese a su debilidad mental, tenía la certidumbre que nunca antes la había visto.

¿En qué momento se había producido? No sabía. A continuación vino otro evento insólito. Un río de cascajos comenzó a caer ininterrumpidamente por la fisura hacia el piso, tal si fuese un reloj de arena. A pesar de las anormalidades que estaban ocurriendo, ellas no lograban amilanar al octogenario ¿De dónde venían esas misteriosas influencias que intentaban transformar su ser y su entorno calmoso en desolación y en angustia? Tampoco lo entendía.

Una vez más los galopes y alborotos de las bestias se hicieron presentes, pero ahora parecían que surgían del mismo cuarto; golpeaban con sus cascos el piso y las paredes, como si buscaran liberarse de su reclusión. Una ráfaga de viento frío rozó la epidermis de sus brazos y de su cara, dejándola erizada como piel gallina.

Un olor nauseabundo a muertos se apoderó del ambiente, atrayendo a los buitres que enloquecidos empezaron a lanzarse desordenados en búsqueda de la carroña. Dentro de ese escenario dantesco, el sonido de voces ininteligibles se multiplicó en el firmamento y no calló jamás.

Fin

Fuentes: Cuentos de Voces Errantes (Editado 2015)

 Ver sitios web:

 http://www.wix.com/iverapin/teatromemoria

http://teatrouniversitarioe.wix.com/teatro-expresion

http://iverapin.wix.com/verapintocuentos

 

 

 

 

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