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Haroldo Quinteros Bugueño/ Profesor universitario, Doctor en Educación Cuando alguien moría en la Grecia Clásica, se elegía a alguien para pronunciar el discurso fúnebre, que... Ha muerto Patricio Aylwin

HAROLDO QUINTEROSHaroldo Quinteros Bugueño/ Profesor universitario, Doctor en Educación

Cuando alguien moría en la Grecia Clásica, se elegía a alguien para pronunciar el discurso fúnebre, que entonces  podía ser un panegírico (es decir, una loa) o una «humillación del cadáver.» Los sabios, luego de estudiar la vida y las obras del difunto, decidían cuál de esas opciones era la que correspondía en estos casos. Esa antigua costumbre helénica está muy bien graficada en la tragedia griega. Así por ejemplo, Electra, heroína de tres trágicos, Sófocles, Esquilo y Eurípides, declama en una de esas piezas un apasionado discurso contra el cadáver de Egistos, el amante de Clitemnestra, su madre, y asesino de su padre, Agamenón.

Por supuesto, los tiempos han cambiado. Hoy, en estas circunstancias la cultura del duelo significa, en primer lugar,  observar el mayor respeto ante quien acaba de fallecer, y enfatizar sus méritos por sobre sus deméritos. Por cierto, es justo que así sea, sobre todo, si ante cualesquiera humillaciones al estilo griego, hay acusaciones y actos adjudicados al difunto que éste, obviamente, ya no puede responder. Aun así, como también enseñaban los griegos, todo tiene su límite,” y ese límite lo pone específicamente la Política. Si bien todo político que ha muerto debe ser respetado, también debe ser bien definido y  medido con arreglo a lo que hizo en vida, sobre todo, si ha alcanzado las esferas más altas del poder.

Esto debe hacerse, porque, ineludiblemente es un deber ciudadano, en tanto la política es la gran y superior actividad del ser humano, “el animal político” por esencia. Las acciones que toda mujer u hombre público que tiene y ha tenido poder, tanto en vida, después de su mandato como también fallecido, afectan, afectaron y afectarán la vida de todos sus semejantes, para bien o para mal; y el perfeccionamiento de la actividad política, la estabilidad y el progreso de un colectivo humano, depende de la calidad del examen que se haga sobre lo que hacen e hicieron los políticos. Creo que no eso lo que está ocurriendo con el recientemente fallecido político Patricio Aylwin.

Lo primero fue su actuación en el golpe de estado que derrocó al presidente Allende. Aylwin fue uno de sus planeadores y ejecutores, una vez que dentro de la dirección de la DC de entonces pudo neutralizar a los dirigentes democráticos, como Tomic, Fuentealba, Leighton y algunos más. El proyecto golpista de Aylwin, Zaldívar y Frei Montalva, se transformó en un pacto secreto entre la DC y la golpista derecha de entonces, seguida por lo más granado de la derecha militar. Lo primero que salta a la vista es el hecho que desde 1971, la DC y la derecha estaban unidas en coalición, a pesar de lo disímil de sus programas políticos. Esa unidad se mantuvo incólume hasta bastante tiempo después del golpe, lo que hasta hoy muchos analistas chilenos y extranjeros (Duhamel, Garaudy, Münster, etc.) atribuyen a la existencia de un acuerdo fraguado entre esas fuerzas antes del golpe.

Ese acuerdo ha sido acreditado por testigos civiles y militares y abundante documentación desclasificada de la CIA, y que sigue desclasificando. También está totalmente acreditado que la gran condición que pusieron los militares para asestar el golpe, fue el compromiso de la DC de sumarse a él. Pues, aunque hoy no guste oírlo a muchos, esa es la verdad histórica. Sin embargo, tal compromiso de la DC no podía ser por “bolitas de dulce.” El pacto DC-derecha y militares golpistas contenía la promesa de los últimos de entregar el gobierno al líder mayor DC Eduardo Frei (que era presidente del Senado).

Como muestra de lealtad en ese pacto, inmediatamente después del golpe Aylwin recorrió el mundo repartiendo el folleto anti-allendista «El Libro Blanco de la Unidad Popular», redactado por él mismo y los ideólogos de la derecha y ultra-derecha de entonces (hay una famosa fotografía de Aylwin y Pinochet revisándolo). Todo eso ocurría mientras en las cárceles se torturaba y mataba a mujeres y hombres partidarios del gobierno derrocado, cuestión que nadie ignoraba.  Los golpistas, todos, realizaron felices la “humillación” griega del cadáver de Allende; es decir, la abyecta campaña oficial de la dictadura, seguida a diario por El Mercurio, La Tercera y La Segunda  por envilecer la figura del Presidente muerto. Obviamente, ni él ni sus amigos y partidarios podían refutar nada.

Empero, la DC fue traicionada. En 1975, Zaldívar, otro de los artífices del golpe, fue expulsado del país; miles de funcionarios DC de la administración pública, de la salud y la Educación fueron expulsados de sus puestos, mientras Frei salía silenciosamente de Chile, siendo recibido en Suiza, desde donde inició su acción anti-dictadura. Fue sólo entonces cuando la DC se volvió contra sus antiguos socios de la conjura que puso fin a nuestra antigua democracia.

La famosa frase de Aylwin (que prefería una dictadura «de nuestros militares a una dictadura marxista,» que repitió en muchas oportunidades en Chile y en el extranjero, es, en sí, un error de lógica formal elemental. Antepone en el plano político dos entes distintos: uno, la «dictadura marxista,» realmente político; y otro, que él supone neutral. Obviamente, lo que debió decir es que prefería una dictadura militar fascista de ultra-derecha a una dictadura socialista-marxista. Por lo tanto, su consciente participación en la conjura que derrocó al gobierno constitucional de Chile, que no era una dictadura marxista, fue para instalar la dictadura fascista de derecha que advino con Pinochet. Su silencio ante la infinidad de actos de lesa humanidad que ordenó la dictadura luego del golpe, sólo puede reflejar el estado de su conciencia, profundamente anti-democrática y oportunista, en todos esos meses anteriores al portazo que dio la dictadura a la dirección de la DC.

No puede dejar de reconocerse la calidez humana que demostró espontáneamente al quebrarse emocionalmente en aquel famoso discurso de asunción a la Presidencia, que revelarían su pesar por haber guardado silencio ante los crímenes de la dictadura. Tampoco se deben olvidar las obras de su gobierno, luego de vencer al candidato de Pinochet, Hernán Büchi, en 1990. Sin embargo, esto último no debe exagerarse. Los sueldos no se “quintuplicaron” como hoy señalan algunos, ni tampoco se redujo ostensiblemente la inflación. Lo que quería entonces la mayoría nacional, primero, al ganar el NO, y segundo al apoyar la candidatura presidencial de Aylwin, era la liquidación de la espuria Constitución de 1980, y con ella, el fin de la subsidiaridad, y la recuperación del Estado de sus riquezas y empresas estratégicas, además de la Salud y la Educación. Nada de eso ocurrió en el gobierno de Aylwin, ni de ninguna administración posterior.

En suma, respeto al fallecido, pero pero tantos homenajes, no los sienten, por lo menos, las víctimas del golpe que hasta hoy sufren sus efectos, como tampoco los chilenos que esperábamos que el primer presidente post-dictadura, elegido por nosotros, iniciara seriamente el camino a la democracia verdadera.

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